domingo, 19 de diciembre de 2010

Lo que empezó a quebrarse en el 2001. Por Norberto Galasso

Allá por los años sesenta, mi generación aprendió que si en los países coloniales la opresión se ejerce a través de la fuerza bélica, en cambio, en los países semicoloniales - cuya independencia es sólo formal- las ideas ocupan el lugar de los fusiles.

Así resulta que mientras, en los primeros, la mera presencia de un ejército de ocupación provoca el surgimiento de rebeldías nacionales, en los segundos, a través de los distintos mecanismos de difusión de la, el orden dependiente queda enmascarado, de modo tal que resulta difícil desarrollar una conciencia nacional, de contenido antiimperialista.

Ello permite que el sistema se sobreviva no obstante que la mayoría de la sociedad resulta víctima de la explotación, y podría liberarse , ya fuese a través de las urnas o de la insurrección.

Por supuesto, ello sería posible si tuviese la convicción de que se halla sometida a un poder imperial, con el cual ha pactado la minoría oligárquica nativa.

Y además, por supuesto, que esa subordinación anula sus posibilidades de vida y desarrollo, es decir, si el vasallaje resultase tan a la vista como en aquellos países coloniales con presencia de ejércitos extranjeros de ocupación.

En los países semicoloniales, esa opresión externa es desconocida por amplios sectores de la sociedad, aún cuando son víctimas de la misma.

La dominación cultural les hace suponer que el orden instaurado - en lo político, económico, cultural, etc.- no obedece a una imposición sino que resulta solamente de las costumbres, idiosincracia, caracteres raciales y religiosos, influencias inmigratorias, etc. provenientes de la peculiar historia vivida.

Se trataría , desde esa mirada ingenua, de un orden natural - “tenemos los gobiernos que nos merecemos” - que ha sido dado de esa manera por propia responsabilidad del pueblo, ya sea a consecuencia de su abulia, su irresponsabilidad, su despilfarro, etc.

De tal manera, el orden semicolonial se legítima cotidianamente a través de las ideas que circulan en los periódicos, los libros, la televisión, la enseñanza en sus distintos niveles, el discurso de los políticos y los grandes intelectuales ,etc., convertidos en voceros del pensamiento de la clase dominante, capataza del Imperio.

Quizás resulte interesante hacer un recorrido por diversas áreas de esa superestructura cultural legitimadora de la dependencia, ésa a través de la cual se concreta, según Scalabrini Ortiz, “una sabia organización de la ignorancia acerca de la verdadera realidad nacional”.

En el orden filosófico, por ejemplo, se ha asistido en los últimos años a una preponderante influencia de ideas dirigidas a inculcar la resignación, el escepticismo, la impotencia. El posmodernismo educó en el sentido de que habían concluido las utopías, que las grandes gestas eran episodios de un pasado irrecuperable, que “la Historia”, en fin, había llegado a su término.

El mundo bipolar había desaparecido al desmoronarse la URSS y por tanto, también el Tercer Mundo había sido enviado al estercolero de la historia.

Sólo quedaba aplaudir al arrogante capitalismo en su etapa globalizadora y olvidarse de revoluciones, de antiimperialismos absurdos, de heroísmos y militancias trasnochadas.

A la mísera realidad sólo le cabía la respuesta ofrecida por editoriales que abrumaban las vidrieras de las librerías con material esotérico, por sectas religiosas capaces de exorcizar al diablo cuando en América Latina el único demonio es el imperialismo, por periodistas especializados en “experiencias celestes” y literatos peleados con la realidad, sólo capaces de navegar por recónditas honduras psicológicas. En definitiva, bajo distintas formas, resignarse a la esclavitud.

Este tipo de antídoto contra toda clase de rebeldías se acompañaba con un pesado velo sobre la realidad, ocultándola, a veces, o deformándola, en otros casos. Los efectos desgraciados de la dependencia no podían ocultarse, pero las causas quedaban sabiamente escondidas.

Esta dominación cultural opera, asimismo, en el campo de la Historia. Si enseñamos- en los colegios, en “los medios”, en los letreros de las calles y plazas, etc.- una historia donde los héroes son los amigos y socios del capital extranjero, gracias a cuya ayuda se han producido las épocas de esplendor y progreso, mientras que los gobiernos de los movimientos populares sólo han provocado catástrofes y decadencia, le estamos dando al opresor la mejor herramienta para que continúe esquilmándonos.

Jauretche enseñaba a este respecto que si lo autóctono es “barbarie y atraso”, y lo extranjero es “civilización y progreso”, “civilizar” se convierte en sinónimo de “extranjerizar”, de “desnacionalizar”, de borrar todo lo nuestro –costumbres, paisajes, músicas, y hasta personas- lo cual significa que para progresar debemos dejar de ser.

Del mismo modo, si los movimientos populares se caracterizan por la violencia mientras los gobiernos de las minorías son “democráticos”- para lo cual hay que esconder todos sus fusilamientos y degüellos - creamos las condiciones para que una buena parte del electorado no sólo crea en las bondades del libertinaje económico sino que vote a las “elites” inteligentes que son las custodias del orden conservador, y abomine de las experiencias populares.

Este “colonialismo mental” se reitera en las restantes áreas del conocimiento. En América Latina, por ejemplo, los ciudadanos cultos de las grandes ciudades son antirracistas y condenan –lo cual está bien- el antisemitismo y otras bárbaras discriminaciones-. Pero son estos mismos sectores sociales los que habitualmente manifiestan racismo contra sus compatriotas mestizos –bajo el calificativo despectivo de “negros”- considerándolos vagos, corruptos, ladinos, etc.

Si nuestros cuentos, poemas, leyendas, etc. – entrando al campo de la literatura- son de “segunda categoría” porque sus personajes, así como los autores, son también “de segunda”, es decir, si renegamos de nuestro propio canto y de nuestra propia fantasía, el escenario se cubre de letreros en idioma extranjero- como en nuestros cines y comercios céntricos- o en remeras con nombres exóticos que quien las usa no es capaz de traducir.

Es decir, en aquello que Manuel Ugarte denominaba - allá por 1927- , “el imperio del idioma invasor” (Es el mundo de los “delivery” y los “sale” imperando en las vidrieras actualmente).

Convertido -este escenario impuesto desde el exterior - en un paisaje natural y propio para los nativos, el capital imperialista puede llevarse la riqueza pues ya se ha llevado previamente el alma del país.

Otra vieja enseñanza (conferencia de Jauretche, 1937, teatro Politeama) explica que el planisferio que usamos, al tener óptica inglesa (Greenwich, meridiano cero, en Londres ) otorga a la Argentina un lugar abajo y a un costado, desde donde no se pueden trazar rutas de comunicación. Hoy Japón y Estados Unidos tienen planisferio propio, donde ellos se colocan en el centro del mundo.

No se trata de xenofobia ni nacionalismo delirante: simplemente son países soberanos, no sometidos a la vieja preponderancia inglesa. Quienes aún mantenemos el viejo planisferio – y nos “caemos” del mundo cuando queremos trazar rutas hacia el oeste y el sur - podemos cantar la canción a la bandera, pero seguimos siendo colonos mentalmente.

Carece de sentido abundar en aquello que forma parte de nuestra vida cotidiana: “es un gentleman”, “practica la puntualidad británica”, “hay que teñirse y si es posible, ponerse ojos celestes, porque así es la gente de primera”. Hace ya muchos años, un patriota revolucionario – John William Cook- acostumbraba a señalar que “el diccionario lo escribió la clase dominante”. Por eso, “la derecha” es diestra y en cambio, “la izquierda” es siniestra.” Pero no se puede terminar esta nota sin señalar que ese mundo ideológico se encuentra en pleno proceso de desmoronamiento. “Se ladeaba...se ladeaba...ya muy cerca del fangal...” como decía Discépolo. Y se muere irremisiblemente.

Las movilizaciones populares del 19 y 20 de diciembre del 2001 pusieron al desnudo que son muchos los argentinos que están de vuelta de estas fábulas.

Hay un mundo de ideas falsas, de instituciones mentirosas, de retóricas tramposas, de mitos y “zonceras” que forman parte de un pasado que está quedando definitivamente atrás.

Tengamos la certeza de que en los próximos años, los viejos mitos ya no existirán y el pueblo argentino podrá transitar victoriosamente su camino hacia una sociedad igualitaria, insertada en una América Latina unida y libre.

* Historiador, Director del Centro Cultural Enrique Santos Discépolo y Secretario General de la Corriente Política Discépolo

martes, 14 de diciembre de 2010

Cabecita Negra, un cuento de Germán Rozenmacher

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.
—Quiero ir a casa, mamá —lloraba—. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
—¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? —la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
—A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
—Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante—. Hacete el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
—Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
—Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? —Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
—Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? —dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.
—Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer —dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
—Señor agente —le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
—Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto —y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró—. Vivo ahí al lado —gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
—Dame café —dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podías ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
—Qué le hiciste —dijo al fin el negro.
—Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... —el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
—Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
—Este no es, José —lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada" trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.


Germán Rozenmacher (1936/1971) es uno de los narradores y dramaturgos que en los años sesenta contribuyó a definir una época; también fue un periodista excepcional. Se crió en un conventillo. Su padre había sido cantor de sinagoga, al igual que su abuelo. Él había decidido emprender otro camino, cuando a los dieciocho años se enamoró de una máquina de escribir. En todo lo que escribió puso de manifiesto sus propios conflictos existenciales. Al igual que otros escritores, en su momento, adhirió al peronismo; pero siempre desde un costado crítico. Por judío, incomodaba a algunos peronistas que sospechaban al sionista. Por peronista, incomodaba a ciertos judíos. Por defender a los palestinos fue tachado de traidor. Por peronista, defraudaba a la izquierda y era insoportable para la derecha. Por revolucionario, era peligroso para los amantes del orden.
Germán Rozenmacher falleció una mañana de intenso frío en Mar del Plata, junto con su hijo Pablo, de 5 años. Por el frío había encendido las hornallas de la cocina del pequeño departamento que ocupaba; pero no abrió una ventana. Un ridículo escape de gas le arrebató la vida, en la mañana del 6 de agosto de 1971, a los 35 años, mientras preparaba unas notas en Mar del Plata

Encontrado en
http://leerporquesi-1007.blogspot.com/2010/03/rozenmacher-german-cabecita-negra.html

domingo, 12 de diciembre de 2010

Y vos y tu familia, ¿no son inmigrantes?

Me da vergüenza el Jefe de Gobierno que tenemos.

Espero que pida perdón a las comunidades bolivianas y paraguayas en nuestro país.

Y que nos pida perdón a todos.

En el acuerdo firmado en el 2002, todos los habitantes del Mercosur podemos circular e intalarnos en cualquiera de ellos.

El ahora jefe de la bancada del PRO en la legislatura, Critian Ritondo, celebró y elogió el acuerdo celebrado por los países del Mercosur el 9 de noviembre de 2002.



Acá va la información:

Los países integrantes del Mercosur (la Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Chile y Bolivia) aprobaron el 9 de noviembre de 2002 el libre tránsito y residencia para todos sus habitantes. Esto implicó quienes viven en cada nación pueden circular o instalarse en cualquiera de ellas y gozarán los mismos derechos civiles que los nativos.
El propio Cristian Ritondo, hoy titular del bloque del PRO en la Legislatura porteña, celebró aquel acuerdo. No era para menos: en el momento en que se firmó, se desempeñaba como subsecretario del Ministerio del Interior. "Estamos frente a algo revolucionario que nos deja con una legislación sobre libre circulación de personas más avanzada que la de la Unión Europea", dijo entonces. El tratado eliminó la categoría de inmigrante ilegal para los ciudadanos de los países que integran el bloque regional. En aquel momento implicó la regularización automática de 300 mil argentinos que vivían en esos países y de cientos de miles de inmigrantes que residían en la Argentina, entre ellos 400 mil paraguayos. Paradójicamente, el jefe político de Ritondo hoy atribuye a la "inmigración descontrolada" el conflicto en Soldati.

http://tiempo.elargentino.com/notas/tratado-de-ritondo